¿Desde cuándo la atadura de las palabras ha logrado que se forme una verdadera incomunicación entre nosotros mismos?
Hablo, además de la ardua tarea que significa el establecer puentes con otros, acerca de lo imposible que pareciera ser conseguir un nexo entre las distintas partes del yo; ese, que se muestra al mundo; ese, que hasta hace poco ha hablado con un amigo; ese, envuelto entre las sábanas de un amor desdichado; ese, incapaz de expresarse en su máximo esplendor en otro contexto que no sea la intimidad a puertas cerradas; ese, que sueña; ese, que ríe; ese, que quiere morir.
Pareciera ser una tarea largamente olvidada, ignorada hasta que empieza a molestar. Como un mechón de cabello fuera de su lugar tratamos de arreglarlo, mas, es imposible no enredarnos entre nuestras propias hebras imperfectas que constituyen el lenguaje y pronto desistimos, derrotados, inservibles para una acción que debiese ser inherente al día a día.
Tomen un momento para reflexionar y, por favor, hagamos el esfuerzo de evitar las palabras. El cielo nublado de las noches más frías es suficiente en muchas ocasiones para sentir; conectar las piezas del rompecabezas y al fin llegar al núcleo, ese calorcito que sube por el pecho y se instala en la garganta, haciéndola escocer, recordándonos que tenemos un propósito que escapa a la realidad percibida del día a día y que ha vivido, como un vagabundo escondido en lo más recóndito de nuestros laberintos interiores, esperando a que le descubran y le den de comer para desplegar una sonrisa carente de dientes.
Porque la verdadera vida yace allí, horrenda, adictiva, embriagante y efímera, y una vez se ha logrado encontrar el camino de ida es difícil no regresar constantemente, arrastrando nuestras rodillas hacia ella.
Tuesday, February 28, 2017
Monday, February 27, 2017
Valentía
El Francisco sabía que no debió aceptar jamás esas
galletitas de aspecto «inofensivo» en el carrete de la Cami, pero, ¿cómo no
hacerlo? Los que no lo hacían eran gallinas; animales de baja categoría en el
verdadero zoológico desenfrenado en que se había convertido la celebración de los
tan ansiados dieciocho. «Estás grandecito ya» le habían instado con diferentes
entonaciones diferentes y, presionado, con los pícaros ojos de la Cami sobre su
persona, tuvo que comer.
Si le hubiesen preguntado el porqué de su miedo habría dicho,
sin tapujos, que era porque tenía la manía de hacerse dependiente de todo.
Desde el matecito sagrado con el que no podía vivir en las tardes domingueras,
hasta la lengua mordaz, hiriente y traviesa de la Cami; sí, «La Cami», porque por
mucho que pasara enredado en sus sábanas rosadas con toques casi infantiles, no
era «Su Cami». Ya llevaba a dos contados; dos imbéciles a los que se había comido
en el carrete y, por lo que se veía, el número quería seguir aumentando.
Por eso igual comió, pero la galleta eso sí, aunque tuviera miedo de la dependencia
y, también, de la independencia de sus pensamientos. De las aguas tormentosas
del pasado y la sombra incierta del futuro.
Y, cuando el efecto estuvo en su punto más álgido, el miedo
fue peor, mucho peor. Porque supo que, apenas éste se fuese, seguiría aterrorizado
de que la valentía no llegase a él de ninguna manera; ni volado ni despierto.
La valentía para decirle a la Cami que nunca fue Francisca,
sino Francisco, quien la amaba en secreto desde hacía tantos años de amistad
entre supuestas «mejores amigas».
Segundo relato del taller de escritura.
Cualquier comentario, duda, sugerencia y tantas más, siempre es bien recibida.
Sunday, February 26, 2017
Ahí vienen de nuevo
Sabía que no se trataba de Amanda pues me había dejado un
mensaje, diez minutos atrás, de que acababa de llegar a casa. Imposible mi
madre también; el regusto salado de mis lágrimas y el olorcito molesto a flores
que permanecía aún en mi nariz, confirmaban que un nuevo aniversario con ella
ausente había sucedido. La renta estaba pagada. Mis amigos, inexistentes desde
siempre.
Mas, el murmullo detrás, delante y en un punto
indescifrable, me hizo entender que «aquello» estaba presente, allí. Era lo
único que creía saber desde el inicio mismo.
Sin embargo, esta vez venía preparado.
Les detuve. Destruí sus heridas infringidas sin piedad, como
siempre lo hacían, en una maraña de palabras sin sentido.
Se detuvieron en el instante en que también lo hizo el
repiqueteo constante y rítmico en mi pecho y, con ello, el color escarlata
extendiéndose en el piso fue lo último que vi antes de que todo se fuese a negro.
Cuando volví a abrirlos, sin embargo, entendí algo en medio de la bruma exenta de calores y sensaciones; nada más
había allí además de un terror paralizante, avasallador.
Y es que ahí venían de nuevo.
Primer relato, resultado de un ameno taller de escritura.
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